Encontrándome ya cerca de los treinta años … de profesión, me dispongo a iniciar un nuevo curso escolar como profesor de Latín.

Con ilusión.

Como siempre.

De hecho, creo que, si algo caracteriza al profesorado de clásicas, es la ilusión por su trabajo. Una ilusión que puede surgir del hecho de tener que pelear cada año por la supervivencia.

Habrá excepciones.

Pues claro.

Septiembre.

Me gusta volver a las aulas. Me gusta trabajar con mis niños y niñas de Bachillerato, esos vencedores de Hidras y Cerberos que les han pronosticado un futuro laboral catastrófico (ya a los 16 años) por estudiar Humanidades. Me gusta también hablar con ellos. Viajar. Reír. Discutir.

Me gusta volver a las aulas. Me gusta entrar en los grupos de E.S.O.. En ocasiones también me gustaría no haber entrado.
Grupos de Secundaria en los que aquello que se escribe desde los despachos deja tener vigencia;schola
en los que la programación es, en ocasiones, solo un listado de buenos propósitos;
en los que los libros de textos son físicamente los mismos durante 10 años;
en los que las teóricas y preciosas infografías educativas pierden sentido antes de llegar a la mitad de sus puntos;
en los que las bonitas frases educativas se convierten en pensamientos mojados;
en los que, según el día, ni vale la PDI ni la tiza, ni la PDI con la tiza;
en los que también es necesario (imprescindible) hablar mucho con el alumnado e intercambiar puntos de vista;
en los que tienes que contentar, a la vez, a alumnado bilingüe, a alumnado de programas varios de mejora, a repetidores y a alguien que está allí porque no ha podido ubicarse en otro lugar. Todos entre las mismas cuatro paredes, todos pendientes de aprobar la misma prueba de reválida, aunque no se sepa todavía en qué va a consistir.
No importa. Se hace lo que se puede. A veces, algo más incluso. Creo firmemente en la Escuela Pública. Creo en la importancia vital y social de mi trabajo.

De vuelta a las aulas.